La Feria
Juan Martínez, un poeta jalisciense cuya obra sobrevive a su muerte
El hermano menor de José Luis Martínez era su contracara
Roto el dique del tiempo, los últimos dedos/ de las horas/ se aferran a las riberas del recuerdo
Juan Martínez
El martes 20 de marzo pasado, el maestro José Luis Martínez (Atoyac 1918; México, DF, 2007), “curador de las letras mexicanas”, falleció “de causas naturales” y recibió todos los honores que el país entrega a sus más grandes intelectuales. Unos días antes, el 18 de febrero, su hermano menor, Juan Martínez (Tequila 1933; Guadalajara 2007), había muerto bajo la sombra silenciosa de la poesía y las artes plásticas, en la ciudad de Guadalajara, y muy pocos supieron de su partida y acompañaron sus restos a su última morada. Los hermanos Martínez tuvieron muertes distintas, resultados de vidas divergentes.
Desde su muerte, algunas voces han comenzado a resaltar la obra, breve pero intensa, de este extraño poeta que representó, en alguna forma, la contracara de quien fue director de la Academia Mexicana de la Lengua de 1980 a 2002. Juan Martínez tuvo contacto, es cierto, con los intelectuales, pero se mantuvo alejado de los círculos en los que pontificaban; su carácter impasible, atizado por una búsqueda personal que se desenvolvía en los laberintos de una poesía que lindaba con la metafísica, le obligó a autoexiliarse en la ciudad de Tijuana –la más alejada de la capital del país– a realizar su trabajo de crecimiento artístico.
“Juan nunca pretendió formar parte de los grupos intelectuales del poder cultural, en ningún nivel ni sentido”, dice José Vicente Anaya (codirector de la revista de poesía Alforja), citado por Enrique Mendoza Hernández. Y recuerda que su retiro a la ciudad del norte ocurre cuando ya ha publicado su primera plaquette en la colección El Unicornio, de Juan José Arreola, y se había integrado al círculo de los autores que publicaban El Corno Emplumado, aquella revista casi mitológica nacida en 1963 y dirigida por Sergio Mondragón y Margaret Randall.
“Veo un paralelismo impresionante entre Juan Martínez y Antonin Artaud y Friedrich Hölderlin. Los tres fueron metafísicos naturales y realmente vieron las profundidades. En el sentido en que reflexionó Heidegger, los tres bajaron a los abismos”, continúa José Vicente, mientras las palabras del poeta se despliegan ante nosotros: “¡Generación!/ Oíd vosotros la palabra del viento que habla/ por el hálito de mi nariz./ Olvidado el mundo de su atavío, y el pájaro de su concupiscencia/ encontré la sangre esparcida del alma de los/ pobres y de los inocentes,/ y no lo hallé precisamente en excavaciones,/ sino en todas estas cosas que tocamos a diario/ con nuestra mirada.”
Homero Aridjis, quien lo conoció cerca del maestro Juan José Arreola, recuerda que Juan Martínez “era un poeta rebelde, irreverente e incómodo. Encajaba mal en los círculos intelectuales de la época”. Y ofrece un recuerdo, como dato: “un sábado en el Sanborns de los Azulejos (...) estaba Fernando Benítez, era su apogeo como editor de suplementos culturales en México. Fue esa la ocasión en que lo conocí. De pronto, Juan le preguntó –¿Fernando, qué está escribiendo usted ahora? Fernando Benítez le respondió: –Una obrilla un poco mediocre. Juan le contestó –Si es mediocre, ¿por qué la escribe? Y se ofendió mucho Benítez y le dijo –¿Quién eres tú para reclamarme? Juan insistió –Si es mediocre, ¿para qué la escribe?... Ese tipo de cuestiones incomodaba mucho a la gente. Y claro que tanto a Juan como a mí nos veían mal”.
El mismo Aridjis recuerda que “Juan Martínez era un tipo difícil, como exaltado, dormía en un lugar distinto cada noche. En ocasiones íbamos al Sanborns de La Fragua y al de El Angel. Llegábamos sin dinero. Juan llamaba a una mesera y le decía: ¡sírvenos un plato y luego te pago!, pero lo hacía de tal forma que convencía a la mesera. Porque él era un tipo muy bien parecido, con un gran poder de seducción y encanto; era como esas personas que consiguen lo que se proponen por su personalidad y capacidad de convencimiento”.
Pocos, es cierto, pero Juan tuvo amigos. Y tal vez, más que amigos, seguidores. De Sergio Mondragón, quien admiraba su obra, decía que era “su discípulo”. José Vicente Anaya, que en alguna forma extraña es un continuador de la generación de El Corno Emplumado, recuerda en un artículo varios aspectos de la personalidad del poeta de Tequila, Jalisco, y en el retrato que traza aparece aquella especie de misterio, de magia irreverente con la que trató, no sólo a los círculos intelectuales, sino también la vida misma. Es fácil adivinar por qué Octavio Paz no lo incluyó en la antología Poesía en movimiento. Paz lo consideró, a lo más, “un loco”.
El silencio en el que se desenvolvió Juan Martínez impidió, en sus últimos años, que algunos de los admiradores de su obra lo ubicaran. En Guadalajara, los poetas Amado Aurelio Pérez y Angel Nungaray han puesto un especial interés en su obra. Nungaray, tras la muerte del vate, le dedicó una serie de textos; de ellos tomo unas líneas: “Hay cielos más propicios que la sangre/; Devastaciones más benignas que el espíritu;/ Vigilias ciegas como la sed del cuerpo/ (Ciega es la voz que participa/ En el plexilio y sus comarcas).// El cuerpo es el blanco;/ La sed, la flecha.// La aridez se reúne en la visión;/ La transparencia en la fortaleza del arco”.
Hoy que aquel hombre de descuidado vestir, larga cabellera trenzada y palabra intensa ha fallecido, su memoria comienza a crecer, como la semilla que al morir permite el surgimiento del árbol. En la cuarta de forros de su libro compilador En el Valle Sagrado, el poeta Alberto Blanco dice de la obra de Juan Martínez: “(son) treinta años de labor poética resumidos en este libro totalizador cuya fuerza parecería inclinarse hacia la abolición del tiempo, hacia lo femenino, hacia la intuición. Ojalá que una lectura atenta pueda mostrar la justicia de los platillos en el fiel inmemorial de esta balanza”. Seguramente así será. Deseamos que así sea. Y eso es todo por ahora. Nos leemos mañana... pero en esta misma Feria.
Publicado el día 7 de Mayo La Jornada