Saturday, March 17, 2007

Homero Aridjis habla de Juan Martínez

En una entrevista concedida con motivo de su presentación en el Centro de Lectura Condesa, el poeta y narrador evoca su encuentro con la escritura a través de anécdotas personales y de su compromiso con la ecología.

― ¿Como fue ese primer acercamiento que tuvo con el maestro Juan José Arreola?
―Lo conocí en el Centro Mexicano de Escritores, en un taller literario que impartía los miércoles. Fue un encuentro casual, a finales de los cincuenta; llegué con un libro que estaba preparando, La tumba de Filidor, el cual influiría en algunos Escritores de la Onda. Arreola estaba escribiendo en ese momento y cuando le dije que escribía poesía no respondió, pero cuando le dije que jugaba ajedrez reaccionó de inmediato: “pues, véngase luego, luego, a mi casa a jugar ajedrez”. Así que me fui a su casa, ahí se encontraba Eduardo Lizalde y me puso a jugar con él. Arreola quería ver mi calidad de juego, a ver si valía la pena jugar conmigo. Entonces, le gané a Lizalde como siete juegos seguidos; también le gané todos los juegos a Arreola. Ya era como la una de la mañana y dije, ya me voy, nos vemos la próxima semana en el taller de literatura. Arreola interrumpió “¡No! ¿cómo que nos vemos la semana próxima? ¡Es demasiado tiempo para la revancha! Usted se viene mañana, aquí lo espero a la siete para jugar.” Al día siguiente, volví a ganar. Y así, entre juegos de ajedrez nos fuimos conociendo y nos hicimos amigos. Luego, cuando fui becario del Centro Mexicano de Escritores, seguía frecuentando a Arreola en su casa. Al taller iban escritores como Vicente Leñero, Carlos Payán y Juan Martínez.

― ¿A Juan Martínez lo conoció junto con Sergio Mondragón?
―No, cuando llegué con Arreola al Centro Mexicano de Escritores, en la primera sesión en la noche, me encontré con Juan Martínez que estaba leyendo un poema que todavía recuerdo, era una especie de paráfrasis de un Salmo de La Biblia y empezaba así: “Tristuza piensa en Tristuzo”. Era un poema de amor, pero con cierto sentido de humor. Y desde el momento que conocí a Juan, él me vio como el poeta joven y nos hicimos amigos de inmediato.
A Sergio Mondragón lo conocí después, en la escuela Carlos Septién, ahí estudiamos periodismo por las tardes, fuimos condiscípulos. Sergio tenía mucha curiosidad por la literatura, pero en ese tiempo, que yo recuerde, no escribía. Un día presenté a Sergio con Juan Martínez y ahí inició su admiración, a tal grado que se hizo casi su discípulo. De hecho Juan, que era muy celoso, en ocasiones decía ―refiriéndose a Sergio―, este es mi discípulo. Ellos eran casi contemporáneos, yo era más joven.

―A propósito, esta semana en Laberinto, suplemento cultural del diario Milenio, José Vicente Anaya escribe sobre Juan Martínez, como ya lo han hecho en su momento, el mismo Sergio Mondragón y David Huerta ¿podría definir la personalidad de ese legendario escritor?
―Era un poeta rebelde, irreverente e incómodo. Encajaba mal en los círculos intelectuales de la época. Un sábado en el Sanborns de los Azulejos de la calle de Madero, en el Centro Histórico, estaba Fernando Benítez, era su apogeo como editor de suplementos culturales en México.

Fue esa la ocasión en que lo conocí. De pronto, Juan le preguntó ― ¿Fernando, qué está escribiendo usted ahora? Fernando Benítez le respondió ―Una obrilla un poco mediocre. Juan le contestó ―Si es mediocre ¿por qué la escribe? Y se ofendió mucho Benítez y le dijo ― ¿Quién eres tú para reclamarme? Juan insistió ―Si es mediocre ¿para qué la escribe?...Ese tipo de cuestiones incomodaba mucho a la gente. Y claro que tanto a Juan como a mí nos veían mal.

Juan Martínez era un tipo difícil, como exaltado, dormía en un lugar distinto cada noche. En ocasiones íbamos al Sanborns de La Fragua y al de El Ángel. Llegábamos sin dinero. Juan llamaba a una mesera y le decía “¡sírvenos un plato y luego te pago!”, pero lo hacía de tal forma que convencía a la mesera. Porque él era un tipo muy bien parecido, con un gran poder de seducción y encanto, era como esas personas que consigue lo que se propone por su personalidad y capacidad de convencimiento.

― ¿Ya conocía entonces a Octavio Paz?
―Lo conocí por Juan, un día que pasábamos por avenida Juárez, cuando la Secretaría de Relaciones Exteriores estaba en esa calle, en un edificio viejo, antes de que se cambiara a Tlatelolco. Juan era más conocido como hermano de José Luis Martínez, (aunque ellos no se llevaban muy bien, porque José Luis era todo lo contrario), y dijo “vamos a saludar a Octavio Paz”, así que fue un contacto un poco informal.

Después en 1961 le envié un poemario a París, y Octavio Paz me respondió con mucho entusiasmo que en mi libro tenía algo de original sobre el amor, en una carta muy elogiosa. Luego en 1964 gané el Premio Xavier Villaurrutia por Mirándola dormir y Paz estaba en el jurado, junto con Carlos Pellicer, Rodolfo Usigli y Francisco Zendejas. Creo que yo obtuve tres votos.

Lo cierto es que Usigli no le gustó, le envió una carta de reproche a Zendejas, en la que señalaba que el libro era pornográfico. Eso me dijeron, no sólo no votó por ti, sino que hasta se enojó.

Entonces vino Poesía en Movimiento; la relación fue de mucha cordialidad, pero con dos puntos de vista muy claros, con dos tendencias, como aparece en el libro de Las cartas cruzadas, donde Paz dice que él y yo estuvimos generalmente de acuerdo, en los criterios de selección y los nombres. Por su parte, Alí Chumacero y José Emilio Pacheco compartían sus puntos de vista. Un ejemplo de las discrepancias fue el número de autores, ellos querían que fueran ochenta y nosotros veinte, que fuera una antología estricta, de mucha calidad poética. El acuerdo fue que ellos redujeran a la mitad y nosotros duplicáramos de veinte a cuarenta nombres.

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