Juan Martínez (1933-2007): Voz de lo oculto, intérprete de los misterios (José Vicente Anaya)
El 18 de enero murió el poeta de Ángel de fuego, quien autoexiliado de los círculos literarios del D.F. eligió la ciudad de Tijuana para vivir una especie de retiro espiritual
El gran poeta persa Shams-ud-din Mahoma (Mahoma Sol-de-Fe), más conocido como Hafiz (1320-1390), recibió en vida los títulos de Voz de lo oculto e Intérprete de los misterios por la belleza y profundidad lumínicamente mística de sus poesías; e iguales títulos merece nuestro poeta Juan Martínez. El estudioso de la cultura persa y musulmana, Paul Smith, escribió: “Si Dios tomara forma de poeta. Creo que estaría muy contento de escribir como Hafiz”.
También los poemas de Juan Martínez serían dignos de ser tomados como modelo por el Ser Supremo. La prueba contundente la podemos encontrar en fragmentos de su poesía como éste:
Masticar la soledad en diminutas porciones de muerte
es solamente un viejo oficio
pero poseer pájaros medio muertos por la lejanía
y hacerlos cantar en el cráneo,
ésa es una labor que sólo se encuentra
en las otras vertientes del cielo
donde los arbollones de la noche dejan escapar
todo el esplendoroso lujo de las estrellas nuevas
y el arancel para viajar
por el recuerdo de un sabor a metal acabado
es menos corrosivo, a pesar de los crueles manómetros
que miden el silencio de las palabras caídas en el aljibe
de los sueños…
Pero en la poesía de Juan Martínez hay mucho más, en términos de sensaciones e imágenes que nos conducen hacia estados mentales que, fehacientemente, exploran los ámbitos del espíritu; y esto sucede por la profunda convicción que Juan tiene del hecho poético, cuando por ejemplo declara:
Hay un germen generador en todo gran poema
que al ejercer contacto con el espíritu del hombre,
singulariza a través de una chispa transmisorauna potencia consubstancial; a partir de este momento
el que revive lo intuido por el poeta,clarifica y extiende el paisaje diseminado en las líneas
mas cada espectador adapta el reinoa la posibilidad de su genio.
El mío trasciende cada oracióna universos heterogéneos…
la exactitud del Verbo ilumina la poesía
como un milagro donde Dios
glorifica por el hombre su principio…
A principios de 1950 el joven Juan Martínez se trasladó de la ciudad de Guadalajara a la Ciudad de México, donde hizo amistad con otros jóvenes poetas inquietos como Sergio Mondragón y Homero Aridjis (ellos serían amigos de los poetas beats y de grupos de Nueva York que por ese tiempo vivían en México: Philip Lamantia, Margaret Randall, Allen Ginsberg, Jerome Rothenberg, Diane di Prima, Marge Piercy, Ray Bremser y otros). En aquel ambiente nació la revista que editaron Sergio Mondragón y Margaret Randall, El Corno Emplumado, en la que Juan publicó sus primeros poemas. Tiempo después, en 1959, aparecerían sus poemas en la plaquette titulada En las palabras del viento, en las ediciones Cuadernos del Unicornio que publicaba Juan José Arreola. Unos años más tarde Juan estaba en la ciudad de Tijuana, donde en mi adolescencia lo conocí como un yogui cabal, disciplinado, y descubrí su entrega mística antes de tener noticias de sus poemas.
Por 1996 Juan regresó a vivir en la Ciudad de México y tres años después volvió a Guadalajara, donde falleció el pasado 18 de enero de este año 2007, habiendo estado como interno en un hospital psiquiátrico, donde se intuye que recibió los tratamientos típicos de esas instituciones, como son las drogas inhibidoras del ánimo y los electrochoques, paralelismos de Juan con Antonin Artaud.
***
Mientras vivió, este poeta estaba y no estaba entre nosotros porque había decidido retirarse del mundo, a la manera (aunque también en versión muy propia) del Príncipe de los Poetas, el alemán Friedrich Hölderlin. Sobre todo, Juan Martínez se retiró de la farándula “cultural”, “intelectual” de la capital de México, de la que había sido constante crítico en una praxis festiva y directa al corazón (si es que lo tienen) de los literatos simuladores diestros en acaparar posiciones de poder. Y no fueron escasos los que, por la década de 1950, recibieron alguna frase sarcástica de Juan, que los puso a rabiar en su nadidad.La inclinación mística hinduísta de Juan lo hizo pensar que el samsara del relativo éxito literario en la capital del país era sólo ilusión. Y decidió vivir en retiro, una especie de autoexilio. Para su retiro no escogió ninguna ciudad acogedora, que hay muchas en nuestro país, ni ningún centro ceremonial y de poder místico, que también abundan en el México profundo (ése sería el caso de Yaxchilán, Huautla, Tónachic, Macuiltianguis o Basíware, por mencionar algunos).
Para su retiro y búsqueda espiritual Juan escogió la ciudad más antiespiritual, pragmática, materialista, utilitaria (sobre todo a principios de la década de 1960): Tijuana (la que hoy día con contradicciones está bendecida por el yin-yang). Habiéndose alejado de los círculos intelectuales de la Ciudad de México, tampoco le interesaron éstos ni los frecuentó en Tijuana, salvo tres o cuatro poetas con quienes cultivó la amistad (pero nunca hizo “corrillo literario”).
Cuando yo tenía entre 15 o 16 años era frecuente ver a Juan Martínez en el centro de la ciudad de Tijuana (sin saber nada de quién era él) cargando un balde con agua en mano, detergente y trapo en la otra mano, limpiando automóviles y esperando con humildad unas monedas que muchas veces no le daban. Era costumbre, como ahora, que ese trabajo de desocupados lo desempeñaran niños desarrapados, así es que Juan era un contraste en aquel escenario, y no fue poco el rechazo que recibió. “No limpie mi carro, váyase a trabajar en algo útil, está usted muy fuerte y anda bien vestido. ¿No le da vergüenza andar haciendo el trabajo de los chavalos?”
Frases que se alternaban con improperios. Juan no respondía, actuaba como si estuviera transparente ante los ojos de la altanería con que pretendían insultarlo. A sus espaldas algunos lo compadecían: “Pobre muchacho, no está en sus cabales”. Nadie atinaba a ubicarlo en lo que realmente era y hacía. Juan se retiraba unos pasos, ensimismado, casi siempre vistiendo su abrigo negro largo hasta debajo de la pantorrilla, botas, cabellera larga amarrada en cola de caballo (recordemos que por 1960 era inconcebible ver a un hombre con cabello largo). Yo lo veía como a un joven Werther o un Zaratustra perdido en el tiempo.Cuando yo estudiaba la preparatoria, por sugerencia de una compañera visitamos a Juan en su casa. Así empezó mi trato con él. Nuestras conversaciones eran sobre hinduísmo, tema en el que yo tenía algunas lecturas pero con sus acotaciones yo aprendí mucho. Lo dejé de frecuentar porque mediados de 1967 me trasladé a la Ciudad de México para estudiar en la UNAM. Nunca me dijo que él fuera poeta ni que le habían publicado en “importantes” revistas o en Cuadernos del Unicornio de la capital, pero sí pude apreciar los dibujos y pinturas que ejecutaba con trazos precisos e imaginativos. Fue en el DF y al paso del tiempo que leí la poesía dispersa de Juan Martínez. Años después, en uno de mis regresos a Tijuana, sin que yo se lo preguntara, Juan me dijo que se había dedicado a limpiar automóviles por un voto de humildad, sin esperar ninguna recompensa, y que para él había sido una prueba en el encuentro de la espiritualidad.
* Una versión anterior de este texto apareció en revista Memoranda , así como en el libro Poetas en la noche del mundo (UNAM, 1997) y actualizada en el diario Milenio, suplemento Laberinto, el 10 de febrero del 2007.
El gran poeta persa Shams-ud-din Mahoma (Mahoma Sol-de-Fe), más conocido como Hafiz (1320-1390), recibió en vida los títulos de Voz de lo oculto e Intérprete de los misterios por la belleza y profundidad lumínicamente mística de sus poesías; e iguales títulos merece nuestro poeta Juan Martínez. El estudioso de la cultura persa y musulmana, Paul Smith, escribió: “Si Dios tomara forma de poeta. Creo que estaría muy contento de escribir como Hafiz”.
También los poemas de Juan Martínez serían dignos de ser tomados como modelo por el Ser Supremo. La prueba contundente la podemos encontrar en fragmentos de su poesía como éste:
Masticar la soledad en diminutas porciones de muerte
es solamente un viejo oficio
pero poseer pájaros medio muertos por la lejanía
y hacerlos cantar en el cráneo,
ésa es una labor que sólo se encuentra
en las otras vertientes del cielo
donde los arbollones de la noche dejan escapar
todo el esplendoroso lujo de las estrellas nuevas
y el arancel para viajar
por el recuerdo de un sabor a metal acabado
es menos corrosivo, a pesar de los crueles manómetros
que miden el silencio de las palabras caídas en el aljibe
de los sueños…
Pero en la poesía de Juan Martínez hay mucho más, en términos de sensaciones e imágenes que nos conducen hacia estados mentales que, fehacientemente, exploran los ámbitos del espíritu; y esto sucede por la profunda convicción que Juan tiene del hecho poético, cuando por ejemplo declara:
Hay un germen generador en todo gran poema
que al ejercer contacto con el espíritu del hombre,
singulariza a través de una chispa transmisorauna potencia consubstancial; a partir de este momento
el que revive lo intuido por el poeta,clarifica y extiende el paisaje diseminado en las líneas
mas cada espectador adapta el reinoa la posibilidad de su genio.
El mío trasciende cada oracióna universos heterogéneos…
la exactitud del Verbo ilumina la poesía
como un milagro donde Dios
glorifica por el hombre su principio…
A principios de 1950 el joven Juan Martínez se trasladó de la ciudad de Guadalajara a la Ciudad de México, donde hizo amistad con otros jóvenes poetas inquietos como Sergio Mondragón y Homero Aridjis (ellos serían amigos de los poetas beats y de grupos de Nueva York que por ese tiempo vivían en México: Philip Lamantia, Margaret Randall, Allen Ginsberg, Jerome Rothenberg, Diane di Prima, Marge Piercy, Ray Bremser y otros). En aquel ambiente nació la revista que editaron Sergio Mondragón y Margaret Randall, El Corno Emplumado, en la que Juan publicó sus primeros poemas. Tiempo después, en 1959, aparecerían sus poemas en la plaquette titulada En las palabras del viento, en las ediciones Cuadernos del Unicornio que publicaba Juan José Arreola. Unos años más tarde Juan estaba en la ciudad de Tijuana, donde en mi adolescencia lo conocí como un yogui cabal, disciplinado, y descubrí su entrega mística antes de tener noticias de sus poemas.
Por 1996 Juan regresó a vivir en la Ciudad de México y tres años después volvió a Guadalajara, donde falleció el pasado 18 de enero de este año 2007, habiendo estado como interno en un hospital psiquiátrico, donde se intuye que recibió los tratamientos típicos de esas instituciones, como son las drogas inhibidoras del ánimo y los electrochoques, paralelismos de Juan con Antonin Artaud.
***
Mientras vivió, este poeta estaba y no estaba entre nosotros porque había decidido retirarse del mundo, a la manera (aunque también en versión muy propia) del Príncipe de los Poetas, el alemán Friedrich Hölderlin. Sobre todo, Juan Martínez se retiró de la farándula “cultural”, “intelectual” de la capital de México, de la que había sido constante crítico en una praxis festiva y directa al corazón (si es que lo tienen) de los literatos simuladores diestros en acaparar posiciones de poder. Y no fueron escasos los que, por la década de 1950, recibieron alguna frase sarcástica de Juan, que los puso a rabiar en su nadidad.La inclinación mística hinduísta de Juan lo hizo pensar que el samsara del relativo éxito literario en la capital del país era sólo ilusión. Y decidió vivir en retiro, una especie de autoexilio. Para su retiro no escogió ninguna ciudad acogedora, que hay muchas en nuestro país, ni ningún centro ceremonial y de poder místico, que también abundan en el México profundo (ése sería el caso de Yaxchilán, Huautla, Tónachic, Macuiltianguis o Basíware, por mencionar algunos).
Para su retiro y búsqueda espiritual Juan escogió la ciudad más antiespiritual, pragmática, materialista, utilitaria (sobre todo a principios de la década de 1960): Tijuana (la que hoy día con contradicciones está bendecida por el yin-yang). Habiéndose alejado de los círculos intelectuales de la Ciudad de México, tampoco le interesaron éstos ni los frecuentó en Tijuana, salvo tres o cuatro poetas con quienes cultivó la amistad (pero nunca hizo “corrillo literario”).
Cuando yo tenía entre 15 o 16 años era frecuente ver a Juan Martínez en el centro de la ciudad de Tijuana (sin saber nada de quién era él) cargando un balde con agua en mano, detergente y trapo en la otra mano, limpiando automóviles y esperando con humildad unas monedas que muchas veces no le daban. Era costumbre, como ahora, que ese trabajo de desocupados lo desempeñaran niños desarrapados, así es que Juan era un contraste en aquel escenario, y no fue poco el rechazo que recibió. “No limpie mi carro, váyase a trabajar en algo útil, está usted muy fuerte y anda bien vestido. ¿No le da vergüenza andar haciendo el trabajo de los chavalos?”
Frases que se alternaban con improperios. Juan no respondía, actuaba como si estuviera transparente ante los ojos de la altanería con que pretendían insultarlo. A sus espaldas algunos lo compadecían: “Pobre muchacho, no está en sus cabales”. Nadie atinaba a ubicarlo en lo que realmente era y hacía. Juan se retiraba unos pasos, ensimismado, casi siempre vistiendo su abrigo negro largo hasta debajo de la pantorrilla, botas, cabellera larga amarrada en cola de caballo (recordemos que por 1960 era inconcebible ver a un hombre con cabello largo). Yo lo veía como a un joven Werther o un Zaratustra perdido en el tiempo.Cuando yo estudiaba la preparatoria, por sugerencia de una compañera visitamos a Juan en su casa. Así empezó mi trato con él. Nuestras conversaciones eran sobre hinduísmo, tema en el que yo tenía algunas lecturas pero con sus acotaciones yo aprendí mucho. Lo dejé de frecuentar porque mediados de 1967 me trasladé a la Ciudad de México para estudiar en la UNAM. Nunca me dijo que él fuera poeta ni que le habían publicado en “importantes” revistas o en Cuadernos del Unicornio de la capital, pero sí pude apreciar los dibujos y pinturas que ejecutaba con trazos precisos e imaginativos. Fue en el DF y al paso del tiempo que leí la poesía dispersa de Juan Martínez. Años después, en uno de mis regresos a Tijuana, sin que yo se lo preguntara, Juan me dijo que se había dedicado a limpiar automóviles por un voto de humildad, sin esperar ninguna recompensa, y que para él había sido una prueba en el encuentro de la espiritualidad.
* Una versión anterior de este texto apareció en revista Memoranda , así como en el libro Poetas en la noche del mundo (UNAM, 1997) y actualizada en el diario Milenio, suplemento Laberinto, el 10 de febrero del 2007.
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