Saturday, February 10, 2007

Muerte de Juan Martínez (Heriberto Yépez)

Una sobrina suya conoció en una fiesta a Octavio Paz. “¿Así que usted es sobrina del maestro?”, le comentó a la mujer. “Sí, José Luis es mi tío”, respondió ella. “No —recuerda que le aclaró Paz—. Me refiero a Juan”.

Hermano menor de José Luis Martínez, el destacado crítico mexicano, Juan Martínez es menos conocido, mucho menos. Para algunos, sin embargo, se le juzga uno de los poetas de culto en México. Juan Martínez nació en Tequila, 1933. Murió en enero de este 2007, viviendo en la casa de unos huicholes, en circunstancias que recuerdan en algo a las del Hölderlin final. No es que Juan Martínez haya sido abandonado —como se pregona—; es que él siempre eligió el retiro.

Paz, por cierto, como se sabe ya por sus epistolarios publicados, pensó incluirlo en Poesía en movimiento. No lo hizo finalmente, dícese, a falta de libro editado. Aunque era claro que su impar poesía mística es una de las cimas de nuestra literatura, como ya lo han afirmado J. V. Anaya, Luis Cortés Bargalló, Alberto Blanco o Sergio Mondragón.

Juan Martínez era un hombre con tantos demonios como ángeles. Para huir de fantasmas —incluido muy probablemente vivir bajo la sombra de su hermano mayor— se trasladó a Tijuana durante los años sesenta. Ahí voluntariamente, sin que la necesidad lo exigiese, sino por voto de humildad, se dedicó a limpiar automóviles en la vía pública. Inclusive a vivir en una cueva de playas de Tijuana. Desde entonces, se convirtió en un mito urbano. Cuando su nombre es pronunciado, aletean las lenguas y brotan todas las anécdotas.

Su poesía no es literaria. Es sabia y escasa. En algún momento prácticamente dejó de escribirla. Eso ocurrió después o durante los años ochenta. Su poesía se reúne En el valle sagrado (UAM, 1986), aunque, se dice, existen textos inéditos en manos de uno de sus sobrinos, que se dedicó (y todos lo agradecemos) a recoger su testimonio y obra última.

Su vida combina pasajes de luz y locura, de orientalismo y electroshocks. Desgraciadamente, Juan Martínez atravesó algún hospital psiquiátrico. Después de aquello, sólo unos cuántos siguieron su pista.

Los últimos años de su vida los pasó en Guadalajara, en un casa humilde, donde tenía un cuarto, dice otra sobrina, obscuro. Lo repito: Juan Martínez no fue víctima del mundo. Juan Martínez eligió introducirse a un viaje nocturno.

¿Le hará justicia la crítica? Lo dudo. La crítica poco entiende de mística.

Los que recibieron su enseñanza en las calles de Tijuana —lo saben ellos mejor que nadie— no pueden olvidarlo. Los que lo conocimos a través de ese joya-libro, aún no nos reponemos del asalto.

La duda es inadmisible. Juan Martínez es uno de los grandes.

“queda claro, en seguida
se desvanece la trama
interceptando el error,
y la nupcia se reanuda
entre el hombre y lo invisible”

Poesía críptica, alegoría del segundo parto, la aguja mágica baila en el aire, atraviesa en distintos puntos la tela angélica, hasta hacer posible que la luz vertical que se cuela por las fisuras ubique en el fondo del abismo un tigre hecho de destellos blancos.

Ahora, Juan, Juan Todos, Juan Nadie, sólo ahora, has vuelto al lenguaje.


* Aparecido en la columna semanal "Archivo Hache" en diario Milenio, suplemento Laberinto, Ciudad de México, 10 de febrero del 2007.