Mis Recuerdos de Juan Martínez
Por Humberto Félix Berumen
jfelix@dns.colef.mx
1.En una breve nota publicada en El Financiero, “Vate de vates, Juan Martínez” (19/10/1992), José Vicente Anaya se refería a Juan Martínez (1933-2007) diciendo que este poeta estaba y no estaba “entre nosotros porque decidió retirarse del mundo, ala manera (aunque también en versión muy propia) deHolderlin”. Decía que el poeta decidió vivir en retiro para eso no escogió ninguna ciudad acogedora o un centro ceremonial y de poder (San Cristóbal de las Casas, San Miguel Allende): “Para su búsqueda espiritual Juan escogió la ciudad más antiespiritual (sobre todo a principios de la década de 1960): Tijuana”
Vicente Anaya recuerda también que treinta años antes, cuando él tenía 15 años de edad y Juan Martínez unos 28: “Juan, balde con agua y trapo en mano, limpiaba automóviles en las calles céntricas de Tijuana y esperaba con humildad unas monedas” En ese entonces, según recordaba, “Nadie atinaba a ubicarlo en lo que realmente era y hacía... ensimismado, con su larga cabellera amarrada en ‘cola de caballo, su largo abrigo negro y las piernas del pantalón por dentro de unas botas negras que le llegaban al filo de las rodillas”
2. No hace mucho tiempo (¿tres, cuatro, cinco años?) en su columna semanal “La república de las letras”, publicada en el periódico Reforma, el periodista Humberto Musachio recordaba a quienes ayudaron a Diego Rivera a pintar en 1947-48, el mural que estuvo en el ya desaparecido Hotel del Prado de la ciudad de México (se refería al mural “Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central”). Entre los mencionados aparecían varios pintores, la mayoría desconocidos para mí. Pero entre ellos se incluía también el nombre de un tal Juan Martínez. Y si no mal recuerdo Musachio mencionaba su libro de poemas En el valle sagrado (UAM,1986) y que además había vivido en Tijuana.
3. Y así atando poco apoco los datos sueltos, contenidos en ese par de notas fui llegando a la conclusión de que yo también había conocido a Juan Martínez. La lectura de esas notas, diferida en el tiempo y en el espacio, me hizo recordar otra época. Me obligó a regresarme varios años atrás en el tiempo. Cuando por allá a mediados de los años setenta, y recién acabada de terminar la secundaria, yo solía frecuentar el Café Palacio (ahora convertido en una tienda de ropa). Ahí en el típico ambiente del relajo juvenil, me reunía en compañía de los amigos de entonces. ¿Como olvidar a Víctor Bueno Zarco, a Jesús Castañeda? La vida me parecía menos complicada y todo estaba al alcance de la mano; o al menos eso creía entonces.
Por aquellos días me interesaba más la filosofía que la literatura y yo tenía la vaga esperanza de que algún día pudiera estudiar en la escuela de filosofía y letras. No sabía dónde ni cómo lo haría, pero esa era una de mis mayores aspiraciones. El tiempo se encargaría de enmendarme la plana para que terminara estudiando no filosofía sino literatura, y no en alguna escuela de Filosofía y Letras del país sino en la Escuela de Humanidades, exactamente doce años después. No sé todavía si para bien o para mal.
4.En esos ya distantes años de mediados de los setenta algunas veces llegaba hasta nuestra mesa un singular personaje. Según creo recordar, en cierta ocasión yo lo había invitado a platicar con nosotros y desde ese momento siempre nos saludábamos. Usaba el pelo largo, trenzado en una larga cola de caballo y tenía una barba bastante descuidada. Regularmente vestía una camiseta que le quedaba corta y unos pantalones sucios y ajustadísimos, como si fueran de torero. La extrema delgadez acentuaba aún más la figura de ese extraño personaje que, sin embargo, me inspiraba cierto interés por la manera que tenía de asumir la vida.
Andaba recorriendo las calles de Tijuana y no era raro verlo hurgar en los botes de basura para buscar algo de comida. Por lo que todas las personas lo veían con bastante recelo. Pero él parecía siempre totalmente alejado de lo que sucedía a su alrededor. Parecía vivir en un mundo aparte. Ajeno a todos lo que lo rodeaban.
Siempre traía consigo una o varias carpetas con papeles desordenados y algunos dibujos que rara vez nos llegaba a mostrar.
5 . Alguna vez hicimos juntos el recorrido a Playas de Tijuana. En esa ocasión nos fuimos caminando a lo largo de la playa, todavía no contaminada. Nos fuimos platicando de filosofía. O más bien, él platicaba algunas de sus ideas y yo lo escuchaba tratando de comprender algo de lo que decía. Vagamente creo recordar algunos de los temas que me comentó en esa ocasión.
6. Pero entonces, en ese tiempo ya lejano, no sabía quien era ni cuál era su nombre; en realidad sólo lo vine a saber veinte años después. Como tampoco supe entonces dónde vivía ni a que se dedicaba. Nunca se lo pregunté y no recuerdo ahora por qué no lo hice. Y si lo dijo alguna vez he terminado por olvidarlo. Así suele ser la memoria de traicionera con algunos.
Durante algún tiempo dejé de verlo. O lo vi sólo de vez en cuando. Mis salidas de Tijuana fueron interrumpiendo de alguna manera mis encuentros fortuitos con él. Hasta que más tarde me lo volví a encontrar en las tortas El Turco, las que estaban en la calle Quinta y Constitución. Siempre aislado de los demás y metido en su propio mundo. Yo lo veía pintar con plumones de colores en las mismas servilletas del restaurante. Las extendía una por una hasta formar una especie de cojín o de colchón. Eran unos dibujos de figuras geométricas y que me parecían maravillosos, elaborados con puros puntos, pocas líneas y que requerían de una paciente elaboración. Tengo la impresión de que duraba varios días en terminarlos.
7. No recuerdo cuándo dejé de verlo. Supongo que fue por ahí de mediados de los años ochenta. El dueño del Turco había sido asesinado por su esposa en complicidad con el amante de ésta. Después de algunos meses (¿o años?) los hijos de “El Turco finalmente cerraron el restaurante y yo dejé de frecuentar los cafés del centro.
8. No volví a verlo. Pero cuando lo recuerdo siempre lo recuerdo en el Café Palacio o en las tortas El Turco. Para mí su figura esta asociada con esa época y con esos espacios de mi juventud. Definitivamente su recuerdo estará asociado a una etapa de mi vida.
9. En 1986 la Universidad Autónoma Metropolitana publicó su libro de poemas En el valle sagrado y fueron apareciendo algunos datos sueltos acerca de su vida. entonces supe cuál era su nombre. Supe también que era poeta y algunos pocos detalles más de su vida.
Me pregunto ahora si habría cambiado algo mi relación con él de haber sabido su nombre, que era un importante poeta y pintor. Si habrían sido diferentes las pláticas que tuve con él. Pero, no definitivamente creo que no. La distancia que había entre él y yo no me habría permitido comprenderlo mejor. Las diferencias de edad y de cultura eran insuperables.
10. Su reciente fallecimiento me hizo regresar a otra época, a otros años. No puedo decir que lo conocí, pero sí que en cierto momento de la vida nos cruzamos e intercambiamos algunas palabras.
Ese es el recuerdo que yo guardo del singular personaje que fue Juan Martínez.
jfelix@dns.colef.mx
1.En una breve nota publicada en El Financiero, “Vate de vates, Juan Martínez” (19/10/1992), José Vicente Anaya se refería a Juan Martínez (1933-2007) diciendo que este poeta estaba y no estaba “entre nosotros porque decidió retirarse del mundo, ala manera (aunque también en versión muy propia) deHolderlin”. Decía que el poeta decidió vivir en retiro para eso no escogió ninguna ciudad acogedora o un centro ceremonial y de poder (San Cristóbal de las Casas, San Miguel Allende): “Para su búsqueda espiritual Juan escogió la ciudad más antiespiritual (sobre todo a principios de la década de 1960): Tijuana”
Vicente Anaya recuerda también que treinta años antes, cuando él tenía 15 años de edad y Juan Martínez unos 28: “Juan, balde con agua y trapo en mano, limpiaba automóviles en las calles céntricas de Tijuana y esperaba con humildad unas monedas” En ese entonces, según recordaba, “Nadie atinaba a ubicarlo en lo que realmente era y hacía... ensimismado, con su larga cabellera amarrada en ‘cola de caballo, su largo abrigo negro y las piernas del pantalón por dentro de unas botas negras que le llegaban al filo de las rodillas”
2. No hace mucho tiempo (¿tres, cuatro, cinco años?) en su columna semanal “La república de las letras”, publicada en el periódico Reforma, el periodista Humberto Musachio recordaba a quienes ayudaron a Diego Rivera a pintar en 1947-48, el mural que estuvo en el ya desaparecido Hotel del Prado de la ciudad de México (se refería al mural “Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central”). Entre los mencionados aparecían varios pintores, la mayoría desconocidos para mí. Pero entre ellos se incluía también el nombre de un tal Juan Martínez. Y si no mal recuerdo Musachio mencionaba su libro de poemas En el valle sagrado (UAM,1986) y que además había vivido en Tijuana.
3. Y así atando poco apoco los datos sueltos, contenidos en ese par de notas fui llegando a la conclusión de que yo también había conocido a Juan Martínez. La lectura de esas notas, diferida en el tiempo y en el espacio, me hizo recordar otra época. Me obligó a regresarme varios años atrás en el tiempo. Cuando por allá a mediados de los años setenta, y recién acabada de terminar la secundaria, yo solía frecuentar el Café Palacio (ahora convertido en una tienda de ropa). Ahí en el típico ambiente del relajo juvenil, me reunía en compañía de los amigos de entonces. ¿Como olvidar a Víctor Bueno Zarco, a Jesús Castañeda? La vida me parecía menos complicada y todo estaba al alcance de la mano; o al menos eso creía entonces.
Por aquellos días me interesaba más la filosofía que la literatura y yo tenía la vaga esperanza de que algún día pudiera estudiar en la escuela de filosofía y letras. No sabía dónde ni cómo lo haría, pero esa era una de mis mayores aspiraciones. El tiempo se encargaría de enmendarme la plana para que terminara estudiando no filosofía sino literatura, y no en alguna escuela de Filosofía y Letras del país sino en la Escuela de Humanidades, exactamente doce años después. No sé todavía si para bien o para mal.
4.En esos ya distantes años de mediados de los setenta algunas veces llegaba hasta nuestra mesa un singular personaje. Según creo recordar, en cierta ocasión yo lo había invitado a platicar con nosotros y desde ese momento siempre nos saludábamos. Usaba el pelo largo, trenzado en una larga cola de caballo y tenía una barba bastante descuidada. Regularmente vestía una camiseta que le quedaba corta y unos pantalones sucios y ajustadísimos, como si fueran de torero. La extrema delgadez acentuaba aún más la figura de ese extraño personaje que, sin embargo, me inspiraba cierto interés por la manera que tenía de asumir la vida.
Andaba recorriendo las calles de Tijuana y no era raro verlo hurgar en los botes de basura para buscar algo de comida. Por lo que todas las personas lo veían con bastante recelo. Pero él parecía siempre totalmente alejado de lo que sucedía a su alrededor. Parecía vivir en un mundo aparte. Ajeno a todos lo que lo rodeaban.
Siempre traía consigo una o varias carpetas con papeles desordenados y algunos dibujos que rara vez nos llegaba a mostrar.
5 . Alguna vez hicimos juntos el recorrido a Playas de Tijuana. En esa ocasión nos fuimos caminando a lo largo de la playa, todavía no contaminada. Nos fuimos platicando de filosofía. O más bien, él platicaba algunas de sus ideas y yo lo escuchaba tratando de comprender algo de lo que decía. Vagamente creo recordar algunos de los temas que me comentó en esa ocasión.
6. Pero entonces, en ese tiempo ya lejano, no sabía quien era ni cuál era su nombre; en realidad sólo lo vine a saber veinte años después. Como tampoco supe entonces dónde vivía ni a que se dedicaba. Nunca se lo pregunté y no recuerdo ahora por qué no lo hice. Y si lo dijo alguna vez he terminado por olvidarlo. Así suele ser la memoria de traicionera con algunos.
Durante algún tiempo dejé de verlo. O lo vi sólo de vez en cuando. Mis salidas de Tijuana fueron interrumpiendo de alguna manera mis encuentros fortuitos con él. Hasta que más tarde me lo volví a encontrar en las tortas El Turco, las que estaban en la calle Quinta y Constitución. Siempre aislado de los demás y metido en su propio mundo. Yo lo veía pintar con plumones de colores en las mismas servilletas del restaurante. Las extendía una por una hasta formar una especie de cojín o de colchón. Eran unos dibujos de figuras geométricas y que me parecían maravillosos, elaborados con puros puntos, pocas líneas y que requerían de una paciente elaboración. Tengo la impresión de que duraba varios días en terminarlos.
7. No recuerdo cuándo dejé de verlo. Supongo que fue por ahí de mediados de los años ochenta. El dueño del Turco había sido asesinado por su esposa en complicidad con el amante de ésta. Después de algunos meses (¿o años?) los hijos de “El Turco finalmente cerraron el restaurante y yo dejé de frecuentar los cafés del centro.
8. No volví a verlo. Pero cuando lo recuerdo siempre lo recuerdo en el Café Palacio o en las tortas El Turco. Para mí su figura esta asociada con esa época y con esos espacios de mi juventud. Definitivamente su recuerdo estará asociado a una etapa de mi vida.
9. En 1986 la Universidad Autónoma Metropolitana publicó su libro de poemas En el valle sagrado y fueron apareciendo algunos datos sueltos acerca de su vida. entonces supe cuál era su nombre. Supe también que era poeta y algunos pocos detalles más de su vida.
Me pregunto ahora si habría cambiado algo mi relación con él de haber sabido su nombre, que era un importante poeta y pintor. Si habrían sido diferentes las pláticas que tuve con él. Pero, no definitivamente creo que no. La distancia que había entre él y yo no me habría permitido comprenderlo mejor. Las diferencias de edad y de cultura eran insuperables.
10. Su reciente fallecimiento me hizo regresar a otra época, a otros años. No puedo decir que lo conocí, pero sí que en cierto momento de la vida nos cruzamos e intercambiamos algunas palabras.
Ese es el recuerdo que yo guardo del singular personaje que fue Juan Martínez.
Labels: Públicado el domingo 18 de Febrero de 2007/suplemento IDENTIDAD/ Periodico el Méxicano. Tijuana